Nadie, ni los más agoreros, habían pensado nunca que nos íbamos a enfrentar a una situación tan terriblemente complicada como la que acabamos de vivir. Quizá con una excepción: una nueva interpretación del calendario maya fijaba el fin del mundo para el pasado 21 de junio. El tiempo ha demostrado que esta nueva interpretación o la predicción en sí, eran erróneas, así que lo dejaré pasar como una anécdota más. Tampoco la fatídica caída de una bola en la Lotería de Navidad, hecho simplemente insólito, fue el inicio del desastre. 

Los que somos optimistas, no por el mero hecho de ver la botella medio llena, sino porque pensamos que las dificultades no son otra cosa que oportunidades para aprender y mejorar, creemos que los meses vividos, confinados en nuestros hogares, restringido el contacto físico a nuestro círculo más íntimo, reinventándonos, nos ha obligado a centrarnos en lo que de verdad importa. Al menos para los que sabemos distinguir, o al menos lo intentamos, el trigo de la paja.

Parece como si el planeta hubiera querido darnos una señal de aviso y, mientras que un terrible virus, hasta ahora poco menos que desconocido, trataba de alguna manera de acabar con el ser humano, la naturaleza se tomaba una dosis de vitaminas. No recuerdo una primavera tan lluviosa y, desde luego, hacía muchos años, pero muchos, que no veía el cielo de Madrid con un azul tan intenso y límpido. ¡Si hasta se ven las azoteas de las cuatro torres de la Castellana! 

Terminado el confinamiento y con un panorama económico realmente complicado, nos enfrentamos a una realidad que no es ni mejor ni peor de la que teníamos, sino diferente, y lo que tenemos que hacer es empezar a construir, recuperando todo aquello que sea factible recuperar, transformando aquello que lo precise y, por último, componiendo un nuevo orden en el que crecer. 
Pero, eso sí, seamos capaces de aprender de los errores del pasado para que los cimientos que ahora confeccionemos nos permitan levantar edificios sólidos. 

En el fondo, creo que de lo único de lo que se trata es de valores y de saber diferenciar lo urgente de lo importante. Las familias no son más felices ahora que cuando yo era niña, aunque cada uno de nosotros no tuviera un teléfono propio y nos viéramos obligados a compartir la pantalla de la única televisión de la que disponíamos. Es muy posible que estuviéramos llegando a un límite en el consumo casi imposible de mantener. Usamos y tiramos, no conservamos, no cuidamos. Como anécdota diré que, cuando en los días de confinamiento sonó el teléfono fijo de mi casa por primera vez en mucho tiempo, me costó descubrir de dónde provenía ese timbre desconocido. Pero esa llamada me dio que pensar y comencé a dejar de enviar mensajes por las redes sociales para hacer llamadas e interesarme de verdad por las personas. Empecé a utilizar todo lo que la tecnología ponía a mi alcance no solo para trabajar, sino para compartir espacios con la gente a la que quiero. No había abrazos, pero sí sentimientos. 

Sí, soy optimista. Creo que saldremos de esta, que saldremos reforzados y que el futuro será apasionante. Pero no conseguiremos poner de nuevo nuestras empresas en directa, para continuar creciendo donde lo dejamos ayer, si los descerebrados que nos rodean no recuperan la cordura y cumplen con los protocolos de seguridad. 
Tal y como hemos titulado la portada de la última edición de la revista Ejecutivos “arranca la era post-Covid”. Hagamos que sea apasionante.