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Javier Fernández-Pacheco,

Profesor de EAE Business School

España ha sido históricamente un país de propietarios. Al menos por lo que respecta a los últimos 75 años.  

Si comparamos con países de nuestro entorno, en España vive en la actualidad en régimen de alquiler alrededor de un 20 % de la población, mientras que en países como Alemania, Francia o Reino Unido, este porcentaje es del 48% para el primero y del 35% para los segundos. 

Podríamos considerar que estos datos son positivos y pensar que la gran mayoría de la población en España habita una vivienda de su propiedad. Y eso puede parecer razonable para muchos lectores porque el alquiler ha sido siempre el patito feo del mercado de la vivienda. Digamos que, hasta cierto punto, parece como si quien vive de alquiler lo hace porque no le queda otro remedio. Porque no puede acceder a una vivienda en propiedad. Y eso no es necesariamente cierto. El alquiler cumple una función social y da respuesta a una serie de necesidades concretas que no se cubren igual de bien con la propiedad. 

Disponer de un mercado de viviendas de alquiler es necesario para personas desplazadas por trabajo o estudios. Personas que necesitan una vivienda temporal. Pensemos en ese profesional sanitario contratado para la campaña de verano en baleares, el estudiante que se matricula en un master de un año en Madrid, el interino que se tiene que desplazar a otra provincia para una sustitución o el recién divorciado que necesita una vivienda temporal mientras decide dónde y como quiere vivir. Además de todos estos casos, también hay quienes prefieren la flexibilidad de un alquiler al arraigo que conlleva la compra. Y para todos ellos, necesitamos un mercado de alquiler que sea ágil y flexible. Y en España no lo tenemos. O mejor dicho lo estábamos recuperando, Porque tenerlo, lo habíamos tenido. 

En 1950, un 51,26 % de las viviendas estaban en régimen de alquiler. Pero ese porcentaje descendió al 24,55 % en 1970 y de ahí al 16,47% en 1985. Si tenemos en cuenta que, en aquellos años, los contratos eran prácticamente vitalicios y hereditarios, podemos concluir que los contratos nuevos que se firmaban cada año eran muy limitados. Prácticamente ninguno.

¿Qué pasó para que el mercado de alquiler se desplomara de esta manera? Pues un cambio legislativo que dejó en un estado de absoluta indefensión a los propietarios. A raíz del mismo, se encontraron atrapados en unos contratos que no podían rescindir y cuyos precios no se actualizaban según la evolución del coste de la vida, sino por decreto. Como consecuencia, quienes tenían un piso alquilado lo tuvieron que mantener, pero la entrada de nuevas viviendas al mercado fue prácticamente inexistente. ¿Quien querría empeñar su patrimonio en un contrato que te ata de por vida y en el que sabes que año a año irás perdiendo poder adquisitivo? 

Esta situación, comenzó a revertirse a partir del año 1985, con la entrada en vigor de la denominada Ley Boyer, que liberalizó el mercado para los contratos de alquiler que se firmaran a partir de la entrada en vigor de la misma, lo que facilitó que la oferta, se fuera recuperando.

Sin embargo, la oferta actual sigue siendo insuficiente para atender la demanda en ciertas zonas del país y, en consecuencia, los precios del alquiler son muy elevados esas zonas. Aprovecho para recordar que la oferta es insuficiente, en parte, por venir de donde venimos.

La solución que nos ofrecen ahora nuestros gobernantes para luchar contra esa subida de precios, consiste en limitar los precios de los alquileres (y sus actualizaciones anuales) por decreto. Y yo, leyendo las propuestas de la nueva Ley de vivienda tengo una sensación de dejà vu, de música antigua. De Golpes bajos avisando del cariz de los tiempos que se avecinan. Y me preocupa.

Me preocupa porque limitar precios de los alquileres por decreto puede parecer una solución rápida, pero no es la solución sostenible a largo plazo que necesitamos. En su lugar, se deberían promover otras políticas. Solo así podremos garantizar el mercado ágil y flexible que necesitamos.